jueves, 27 de junio de 2013

Senos reventados

Tengo el cráneo repleto de música que aprisiona con furia y rabia mi dañado y contaminado cerebro. Doctor, tenga usted caridad, haga el favor de abandonar por un instante su función de meteorólogo de la salud; no me haga saber el nombre de mi molesta compañía mental, de mi afección, deso que llamará enfermedad; quite, extirpe, ampute. Dejo a su elección cómo usar lo que me desechen, asqueándose todos ya.
Oiga, cuando pueda, inyécteme respuestas a cómo será posible el mute sin mutación. Silencie, maldita sea ya. Pero ya. No sé qué, le digo, qué pretende, le repito, oiga, cuando pueda, inyécteme respuestas a cómo será posible el mute sin mutación. Ah, calle Acepto Placebos de Aquino en Vena. Apunte, claro. Y acierte, porque tolero poco su química encapsulada y no disfruto con sus fichas, a ingerir, recetadas, pero, e imploro, ayúdeme a huir destos absurdos ritmos que manejan mi actual colapso.

Y, eso, sí, eso mismo, me anima. Me versiona, me viene incluso bien, que dirían. Oh, oh, qué gustito y estupideza me da su desnutrida esencia. Qué bordes. Qué cosica.

Observe lo desnivelado.

Tase lo recién parido.

Qué pausacelerón lleva, ¿verdad que qué? Claro que atenta.
Eso mismo, me arrima. ¿Se pierde? No lo haga. Ni tampoco ni el favor de abandonar por un instante su función de meteorólogo de la salud, ni, y por supuesto añado ni, ni me haga saber, decía, el nombre de mi deso que ampute. Por aclarar se lo digo.
Escoja artilugio arrojadizo. Haga como que sale. Rápido, fuera de la habitación. ¡Pida permiso, valiente! Apisónese, equivóquese sin olvidarse de los edulcorantes sin colorante y sin antigüedad dada, de edad, de edad dada, de dadadás sin nadar con dignidad; bucee, tremendo aleteo dé, desoriéntese y póngase en pie para saludar ante quien haga como que sale a pedir permiso para hacer como que sale. Cháfese sin tanto sigilo, pero con más olvidos concertados en el rechazable horizonte de lo inadmisible, correteando con los dedos sobre la tendencia estirada del ocio puro. Será peor, pero se irá, lo sé, eso sí. Eso mismo, me animaliza. Bestia salvaje de irresponsabilidades, de hedor respetable y de fracturas rezumando contra esas ardillas planeando aterrizar en un seco racimo de fregonas, usadas, desde ahora, como cobijo que induce a empalar mochos al animal sin tensor de oscilación que buitrea escandalosamente a expensas de seguir una desconocida dirección.

Doctor, haga como que ha habido disculpas. Sea buen ser y mejor profesional del qué tendrá. Veo batas blancas como lienzos para pinceles vertebrados. Me apneo. Me faltaire. Y me meo. Psss, psss. Pssh, pssh, pshh... ¡Pché! Como un elefantembutido en el aspecto de un caballobeso, sin poder saltarse la parte menos entretenida de brincar y competir, contra sus coetáneos equinos, a comprobar quién tira más objetos sin caerse, ya que cuando fue legal, para la puntuación de su clasificación, algunos se tiraban, sin pensar en sus jinetes como algo que luego nada tiene que ver una cosa con la otra, porque se tiraban sin pensar en sus jinetes más que como algo que luego nada tiene que ver. Una cosa... ¿quién ganaba? Siempre el que, a los ojos del público humano, más tirara. Venga a subcompetir, venga, venga. Y venga a asimilar que el subcampeón era el campeón y el subcampeón del subcampeonato sería, por lo menos, una putada. Como la del rugir colectivo del tablón de anuncios amarillos, despreciados con potencia. Con fantástica corpulencia. Con erguidas procedencias. Con la inevitable inercia. Como la de la respiración de la madera negra, prendida de presencia, perdida entre impostores señores embarazados, prendidos de presencia perdida, ardida de gravedad por las ardillas empapadas en el famoso rezume, inflamable él y, cómo no, su endurecido cerumen.
Higienícese.
Mójese, doctor. Dispóngase a deformar. Esculpa un mínimo bienestar con larena de la playa de mis conexiones. Cuídese de la enfurecida brisa. No me disguste y finja todo su estrés. Deje de interrogar a la situación, cumpla su cometido y tire tantas millas como centímetros haya en la rectitud de su especular cubículo, el de su espectáculo de antológico ridículo.

Que lo haga. Ridiculícese mientras pueda ser consciente destar haciéndolo. Doctor, le aconsejo proseguir desnudando sus pechos ante los ofendidos rayos del mismísimo sol, del mismísimo que los oscurece con tal de que cierto satélite no haya de soportarlos. No habrá diagnóstico. Pero, recuerde: aconsejable viene siendo no aconsejar de más. Y sí, está bien, la próxima vez le contaré una mentira comprensible en lugar de una verdad caótico-apocalíptica con tono de festival de mediocridad desbocada.

¡Y no hay de qué!

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