miércoles, 12 de noviembre de 2014

Manos frías

Carmen siempre tuvo una atracción especial por cierto tipo de drogas nocturnas. Era adicta a las sobredosis de amor etílico, a la luna llena y a hacer manitas tras una máscara de Carnaval. Le gustaba jugar con fuego bajo el influjo transitorio de inconsciencia que le producían sus vicios. "Manos frías, amor de un día", le repetía su madre. Supongo que el calor circundante atenuaba el frío de sus extremidades,así que ella aprovechaba esos momentos para enamorarse rápidamente.

Porque sí, Carmen también se enamora, y esto se puede considerar una confesión. Se enamora hasta la médula.
Eso sí, el romanticismo siempre le duraba lo mismo que le duraba el colocón de testosterona. Hasta que salía el sol y le golpeaban la voz ronca, el aliento mañanero y la falta de conversación… Hasta que tener las manos calientes implicaba estropearse el flequillo de tanto sudar. Hasta que sus sensores captaban un exceso "absurdo" de amor.
A veces la cosa se alargaba, sobretodo si se topaba con el sapo incorrecto. Ese sapo extranjero, casanova, dubitativo y culo inquieto. Ese sapo que no se transformaba en príncipe porque no quería o no podía serlo

La osadía del miedo

He tenido al infierno a mi lado
y su suspiro de hielos aún gotea en la bañera.
La he ido llenando de sal para que todos creyeran
que era de lágrimas.
Y he dejado reposar la mentira como si fuese un naufragio,
como un dolor que al menos yo podría controlar.

No es casual que el triste de una mirada
reluzca como el olvido
y es absurdo intentar justificar el deseo
en recaídas.
Todos, siempre, tenemos más miedo de los daños
que ilusión por la vida.
Y lo entiendo.