Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los doce y los dieciocho años mi mente emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. No todo el mundo es feliz durante ese tiempo. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste y la boca más definitiva. Vi cómo poco a poco me iba transformando en, por metafórico que fuere, una kamikaze.
Años después, la bomba sigue sin explotar.
Inmolarse siempre fue una buena opción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario